27 de desembre 2007

¡Que mundo este!


Las paredes reflejaban las oscilaciones de las llamas que desde la chimenea calentaban la estancia. El ambiente era calido, con luz muy tenue, mientras que a través de la ventana se vislumbraban las luces de las farolas que iluminaban la Kleppergasse, donde la temperatura era francamente fría. Oberammergau en invierno es un lugar muy frío.

La alfombra que se extendía delante de mí, de tonos granates, contribuía a que la atmósfera del lugar fuese acogedora, La sala estaba amueblada de manera sobria pero confortable y los varios sillones y sofás distribuidos por ella invitaban a acomodarse y coger alguno de los muchos libros depositados en las estanterías laterales, para sumergirse en una seguramente relajante lectura. En la mesilla a mi lado había un enorme cenicero en el que descansaba un cigarrillo humeante con el filtro manchado de un carmín de color acerezado.

Pero allí no había nadie más que yo.

El único problema es que no sabía donde estaba. No es que tuviese amnesia, me acordaba perfectamente de todo, pero no sabía como había llegado hasta allí, ni que o a quien esperaba en aquella sala.

Me decidí a levantarme y coger alguno de aquellos libros. Con la yema de los dedos acaricié los lomos mientras leía los títulos y sus autores. Me sorprendió la composición de la biblioteca; prácticamente todos los libros trataban sobre filosofía, religión y sociedad y muchos de ellos eran reproducciones de obras antiguas: desde los clásicos griegos y romanos, Sócrates, Platón, Antístenes, Teofastro, Cicerón, Virgilio, Apuleyo, Varrón, Séneca, Agustín de Hipona, pasando por autores medievales o del Renacimiento, Beda, Tomás de Aquino, Gregorio Magno, San Juan de la Cruz, Erasmo de Rótterdam, Fray Luis de León, o también obras de teólogos y pensadores más modernos o contemporáneos, como Dietrich Bonhoeffer, Paul Tillich, Hans Kung, sin olvidar a Tocqueville, Marx, Weber, Sartre, Strauss o Paul Adam, entre muchísimos otros.

Al final no elegí ningún libro y me puse a discurrir sobre qué hacer, algo inquieto, pero al mismo tiempo dejándome acunar por toda aquella atmósfera agradable. Entonces se abrió la puerta y entró una persona a quien no conocía. Era un hombre alto, de unos 40 y largos años, rubio, cuidadosamente peinado - aunque su pelo empezaba a clarear - y con una frente prominente. Llevaba unas gafas con montura de carey, pasada de moda.
Vestía un conjunto de americana de tweed, pantalón marrón oscuro y lucia una corbata de punto muy clásica a juego, sobre una camisa blanca. Su barbilla enérgica enmarcaba unos labios delgados, apretados en un gesto duro.

Se acercó a mí con una expresión de enfado, como si le molestase que yo estuviese allí y me preguntó algo que no entendí. Ante mi falta de contestación se acercó a las estanterías y señalando un libro repitió la misma pregunta de antes.

Entonces, por encima de la colina que tenía a mi izquierda apareció un jinete que cabalgaba una yegua de noble porte.

La yegua andaba con un trote pausado y un poco esquinado, mientras que su jinete permanecía hierático, asiendo con una mano las riendas y sujetándose con la otra al pomo de la silla de montar. Pensé que sería un tuareg, por los colores azules de su vestimenta, que solo dejaba al descubierto unos ojos penetrantes.

Se detuvo a mi lado y me preguntó que hacía allí, alejado de las rutas habituales para los turistas como yo. Aunque me habló en su idioma, que intuí árabe, le entendí perfectamente y le expliqué a mi vez que ignoraba como había llegado hasta aquel sitio.

El cielo era de un azul hiriente y el sol resplandecía con un brillo que de no haber llevado conmigo mis enésimas gafas de sol, hubiera puesto en peligro mis pupilas. El jinete me advirtió que corría peligro si permanecía solo en aquella zona, puesto que era recorrida frecuentemente por miembros de las guerrillas integristas que no solían hacer preguntas antes de degollar a quien se les antojase. Me sugirió que le acompañase hasta el cercano oasis, donde podría esperar a que llegase una caravana que me llevase a lugares más poblados.

Accedí a ello y me encaramé a la grupa de la yegua, que reemprendió su camino, no sin pensar que tal vez estaba cayendo en la trampa que el extraño jinete me invitaba a evitar.

Al cabo de dos horas llegamos a Wadi Ghat un oasis donde estaban montadas varias tiendas en cuyos alrededores corrían niños jugando, mientras que algunas cabras ramoneaban la poca hierba que allí crecía. Más lejos se percibían los edificios de la ciudad antigua.

Con un gesto casi cinematográfico, el jinete levantó la pieza de tela que cubría la entrada de una de las tiendas y me invito a entrar. El interior estaba sumido en una penumbra que contrastaba notablemente con la brillantez del exterior. Una lámpara de aceite desde un rincón iluminaba tenuemente los pocos objetos esparcidos por la tienda, una mesita baja con un juego de te encima, un baúl, ropa amontonada desordenadamente y algunas armas, de apariencia más bien antigua, entre ellas me pareció ver un mauser de los años veinte del siglo pasado y algunos machetes que me parecieron más peligrosos que los rifles.

Sentado sobre sus piernas cruzadas, encima de una alfombra extendida por toda la superficie que encerraba aquella jaima, me examinaba un hombre tocado con un gorro sufí. Su rostro estaba adornado por una poblada barba de grandes dimensiones partida en dos, que casi ocultaba unos gruesos labios y nacía justo debajo de unos ojos expresivos, airados, diría yo mensajeros de un sempiterno enfado.

Con palabras cortantes le preguntó a mi guía que como había llevado hasta allí a un infiel. El tuareg, que en ningún momento se quitó el embozo que le cubría la cabeza le contestó con alguna referencia a la tradicional hospitalidad árabe.

El hombre sentado me examinó sin pronunciar palabra y bruscamente me alargó un documento enrollado que tenía en la mano y que yo cogí y empecé a leer. No entendía mucho su contenido, pero me parece que era un fragmento del Corán. Una vez leído, el hombre sentado me preguntó que qué tenía que decirle.

Medité unos instantes sobre qué contestar, encogiéndome ligeramente de hombros, lo que debió de provocar la ira de mi interlocutor, que con un gesto imperioso me conminó a salir de allí.
Levanté la cortina de la jaima, y nada más atravesarla cogí con las dos manos el paño caliente y húmedo que me ofrecía aquella mujer, que me miraba con sus ojos rasgados y una tenue sonrisa en los labios, al mismo tiempo que hacía una ligera reverencia.

Penetré en la sala con apariencia de recepción, frotándome manos y cara con aquel agradable paño y siguiendo las mudas indicaciones de aquella mujer anduve por un pasillo con muros de piedra sin muebles ni adornos. Al final del pasillo había una estancia más amplia, de atmósfera templada, en una de cuyas paredes había una puerta abierta que daba a lo que parecía un balcón. Me estremecí cuando una ráfaga de frío viento entró por la puerta, pero a pesar de ello salí al balcón y me sorprendió comprobar que ante mi se abría un abismo sobre un valle de rala vegetación que delataba la considerable altura en la que estaba.

Naamche Bazaar se extendía a mis pies y a lo lejos destacaba le impresionante mole del Himalaya.

Un hombre mayor estaba allí de pie, cogido con una mano a la baranda del balcón y me miraba inexpresivamente. Vestía una túnica amarilla que le llegaba a los pies, encima de la cual descansaba una prenda parecida a una estola de color morado.

Su cabeza calva coronaba un rostro estriado por innumerables arrugas y de su barbilla arrancaban cuatro pelos blancos en guerrilla, pero largos hasta la mitad del pecho. A pesar del aparente desaliño en el vestir, de su figura emanaba una serenidad que contribuía a tranquilizar al visitante, aún inquieto por entrevistas anteriores.

Cogiéndome del codo me invitó a entrar de nuevo en la estancia y cerró la puerta suavemente tras de él. Tomó asiento en un sillón de madera, señalándome otro enfrente suyo, en el que a mi vez me instalé.

A continuación me preguntó si ya había encontrado lo que buscaba. Le respondí que no estaba buscando nada, que de hecho no sabía que estaba haciendo allí, pero que su pregunta denotaba un interés específico y que a lo mejor él me podía explicar algo.

Se equivoca. Vd. si que esta buscando algo. Puede que no lo sepa, pero Vd. está esperando saber. Aunque yo se lo que en su fuero interno busca, no le voy a explicar nada. Ha de ser Vd. mismo quien se dé las respuestas, porqué ellas residen en su esencia.

Un leve ruido a mi espalda hizo que me girase y vi a la mujer que me había recibido, acercándose con una bandeja en la que descansaban unas tazas humeantes.

Aquel hombre siguió hablando pero yo ya no le oía. Me levante y rehaciendo el camino, pasé al lado del templete dedicado al Dr. Dalmasio Velez y me encamine a la entrada de la Universidad jesuita.